Llegué por los pelos; justo cuando cerré la puerta detrás de mí empezó a llover a cántaros. El rellano estaba oscuro y silencioso, y el sonido de la lluvia que estaba cayendo fuera se hacía cada vez más intenso y dejaba un sentimiento de soledad que te llevaba a pensar en las películas de miedo. Me acerqué a mi buzón y miré el correo; solo algo de propaganda e información de las fiestas del barrio. Entonces me quedé quieta, con la mirada fija en esas cartas e intentando disminuir y silenciar mi respiración, al mismo tiempo que pensaba muy de prisa en aquello que iba a pasar. Estaba tan segura de lo que pensaba que no podía creer que fuera cierto. Cerré los ojos y esperé, casi sin escucharme respirar. En ese momento me vinieron a la cabeza mis grandes conocimientos en judo y todavía no sé porque pero decidí que no iba a salir corriendo, no esta vez. Aguanté las cartas con fuerza en una mano y el bolso en la otra y, mientras apretaba los puños, dejé que me invadiera una seguridad aparente que me ayudaría a girarme lentamente al tiempo que cerraba el buzón.
Esa voz. No respondí. Entonces le vi aparecer, de debajo de la escalera, con su chaqueta negra y su barba descuidada. No existía manera posible de verle bien, pero nada ni nadie podían negarme que ese fuera él.
Me escuchó, claro que me escuchó. Siempre lo escuchaba todo. Pareció que iba a decir algo más pero entonces se quedó callado. Tampoco hubiera servido de nada, me pareció que le oí pensar.
Nos quedamos callados, mirándonos fijamente.
¿Ya no teníamos nada más que decirnos? Le hubiera dicho mil cosas que se me habían pasado por la cabeza a lo largo de esos seis meses, pero en ese instante comprendí que solo quedaba una con sentido. Las cosas eran como eran y ya nada las podía cambiar.
Parecía que se me había olvidado lo bueno que era y lo mucho que llegaba a querer; aunque no supiera querer, nadie llegaba a querer más que él. Me miraba sin moverse. Soltó una lágrima muy pequeñita y entonces empezó a hablar de forma estrepitosa.
Hablando de ese modo, diciendo todo eso, parecía tan pequeño y tan perdido. Me acerqué hasta quedar enfrente de él, justo a unos veinte centímetros, y le acaricié la mejilla.
Entonces bajó la mirada.
Al fin se machó, sin girarse una vez más. Parecía que había dejado de llover.
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